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Paz, paro y participación

30 de Junio de 2016

 

Por Manuel Huertas

El viceministro de Interior, Guillermo Rivera, frente a los 115 mil hombres y mujeres que estuvieron durante más de 15 días cerrando las carreteras, expresó a la prensa su sorpresa porque el movimiento popular protestara contra un gobierno que quiere la paz. Al finalizar la Minga Nacional, el ministro Cristo dijo otra perla: que su gobierno era un gobierno progresista al que le gusta el diálogo. Lo dijo cinco segundos después que los voceros de la movilización hicieran un homenaje a los tres indígenas asesinados por el ESMAD en el curso de las protestas; por supuesto no se refirió a esas muertes. Los dos funcionarios fueron más bien renuentes a definir un mecanismo de participación decisoria de la sociedad en el proceso de paz, que era uno de los puntos del pliego; la Minga al final logró con esfuerzo que el gobierno concierte con la Cumbre Agraria un mecanismo de participación directa en el proceso de paz.

¿Cómo es que un gobierno de paz requiere de un paro de 15 días para acordar que la sociedad participe de forma protagónica en un proceso de paz con el que el propio gobierno está comprometido? ¿Cómo es que un gobierno de paz considera la protesta social una contradicción frente a los propósitos de terminación de la guerra?

 

1. Es necesaria una primera reflexión sobre el enfoque que tienen las élites acerca de la protesta y la participación. Y no me refiero a los sectores abiertamente reaccionarios del régimen, empotrados sobre todo en el Ejército, sino a quienes consideran que hay posibilidades de terminar la guerra y pasar a un nuevo estadio de la política en Colombia; personas como Rivera, para seguir con el ejemplo.

 

Estos grupos modernizantes que impulsan el proceso de diálogo con las guerrillas en realidad entienden la paz como un estadio de nula movilización social y de armonía social. En su lógica, la conflictividad social debe expresarse únicamente mediante la participación electoral y la incidencia en espacios reglados. Rivera lo decía en una primera reacción al Pliego de la Cumbre: “si quieren cambiar el modelo ganen las elecciones” (valga señalar que luego no insistió en este enfoque, es decir, se le chispotió). Según  él, el único lugar para negociar la conflictividad social es el ámbito de mayorías-minorías electorales; lo que dicho en Colombia, donde la corrupción y la violencia imponen a los ganadores en las elecciones, es rayano en el cinismo.

 

Veamos más atentos el argumento, y asumamos que hablan de buena fe: en un estado ideal de participación electoral, no deberían tramitarse los problemas sociales por otros canales. La idea del Estado como expresión armonizada de la sociedad no es nueva, es heredera del Estado absolutista; y esa idea es la que ha sido refutada una y otra vez por los levantamientos y revoluciones sociales; fruto de esas refutaciones, los Estados liberales modernos incorporaron derechos a la protesta y la movilización, y algunos incluso incorporaron el derecho a la rebelión. El Estado como perfecta armonización de los conflictos, es hermano gemelo del corporativismo fascista. Por eso no debe extrañar que en la imposición de la Ley de Seguridad Ciudadana convergieran desde su ponente Vargas Lleras hasta los llamados liberales progresistas.

 

Cuando les preguntamos a estos sectores pro-paz del gobierno que nos explicaran cómo sería la protesta, diferente a nuestros formatos de Minga y paro, sus respuestas son sintomáticas. Quieren una protesta con permiso de la autoridad, en lugares donde no se altere el orden ciudadano, con el tono de voz moderado, que dure poco, respetuosa de la autoridad (es decir, que le haga caso a la policía). En otras palabras no quieren la protesta. A lo sumo, aceptan el derecho a la movilización y a la opinión (siempre que sea moderada); pero una protesta es obviamente otra cosa, y por eso el derecho a protestar es diferente al derecho a la movilización. Una protesta es un acto de fuerza no violento que quiere alterar el orden público para llamar la atención, para presionar un cambio de políticas, para impedir una acción gubernamental o empresarial, para educar en el sentimiento y pensamiento constituyente. Una protesta que requiere permiso es un desfile.

 

Para cuestionar la Minga Nacional, Rivera acudía a un argumento reiterado en estas situaciones: los derechos de terceros “inocentes” puestos en riesgo por las personas manifestantes; y por supuesto hacía alusión a niños, viejos, enfermos, gente sin oxígeno, estudiantes de comedores comunitarios, aunque en el fondo se refería a los derechos de los empresarios, los grandes negociantes, los vendedores de gasolina, vale decir, los derechos del capital afectados por la protesta. Subrayo el “inocentes” porque efectivamente se quiere balancear los derechos de “inocentes” que no protestan y los derechos de los manifestantes “culpables”. Por supuesto, los derechos de esos “inocentes” que no protestan no vuelven a aparecer en su discurso hasta que los “culpables” volvamos a las carreteras.

 

La naturalidad con que este sector político resuelve la tensión entre el derecho a la movilidad de los no-protestantes y el derecho a la protesta, dice bien cuál es su idea de los derechos; según ellos el derecho de los primeros prima sobre los derechos de los segundos porque… ¿Por qué? No lo dicen. En realidad la propia jurisprudencia de la Corte IDH (a la que no se puede señalar de izquierdista) es clara al advertir que la invocación del orden público no puede constreñir el derecho a la protesta.

 

Es entendible que un gobierno que es objeto de una protesta esté en desacuerdo con ella. Pero, ¿puede “oponerse” legítimamente en un estado liberal (o social y democrático de derechos)? ¿Puede legítimamente impedirla o intentar destruirla? En la Minga Nacional circuló un panfleto del Ejército -distribuido por cielo y tierra- en el cual llamaban a “parar el paro”. Ningún funcionario civil desautorizó esa propaganda militar contra una acción de protesta civil. Es curioso que un gobierno “de la paz”, que reconoce que efectivamente hay un bloqueo institucional a la protesta, que acuerda con las FARC la necesidad de un cambio en el tratamiento de la protesta e incluso que se requiere cambiar la normatividad para proteger esa protesta y la oposición social y política,  condene por definición toda protesta.

 

En el fondo, todos estos sectores están presos de un enfoque funcionalista, en que todo desajuste es una patología. Como toda la oligarquía colombiana, tienen una melancolía aristocrática, tiene la ilusión de que fuera de las élites -que se moviizan, transan, negocian, inciden- solo haya una ciudadanía electoral silenciosa y ojalá que solo fuera un público consumidor del espectáculo electoral; la sola idea de que haya sujetos constituyentes y de cambio repugna a su instinto.

 

2. Hay una segunda versión, la cínica, que quizá está más vinculada al pensamiento de Santos que al de Rivera. Se trata de la tesis transaccional: a cambio de la terminación de la guerra -que el movimiento social vive como terrorismo de Estado- el campo popular debe responder con el fin de la reclamación de los derechos y garantías democráticas. O, si quieres la paz, aguántate el golpe de macana. El discurso del perdonavidas.

 

En esta versión el gobierno presume de controlar a los malos de la película. Y eso es precisamente lo que no hace, porque no tiene cómo. El ejército en Colombia constituye de hecho un golpe de Estado. La única forma que tiene Santos de desmontar ese aparato criminal sería con un consenso muy amplio del establecimiento para atacarlos; consenso que no tiene porque en la élite hay demasiados sectores que prefieren aliarse con ellos, al fin y al cabo los servicios prestados son infinitos, sobre todo en el control violento del movimiento popular. No olvidemos que Santos es sobrino-nieto del presidente que pactó con las oligarquías rurales el cese de la modernización del país, por miedo al ascenso de la clase obrera.

 

3. La otra apuesta del gobierno de Santos es la instrumental—victimista. Es un discurso viejo, que Santos utiliza desde el principio del proceso: la extrema derecha acecha, el gobierno no tiene toda la fuerza necesaria -o la ha perdido-, la izquierda no puede deslegitimarlo so pena de que el proceso de paz se rompa, la protesta social deslegitima al gobierno (y vaya que tiene razón), el movimiento social debería apoyar a Santos en la paz... y de contera en la profundización del neoliberalismo.

 

Ante la Minga (el paro, en realidad) y ante el Pliego de la Cumbre, la primera reacción  del gabinete de Santos fue insistir en el llamado a la “unidad nacional” a diversos sectores populares y de la izquierda, como lo hizo en la segunda vuelta presidencial del 2014. Al parecer no lo logró, aunque efectivamente algunos sectores populares vieron inconveniente la realización de las jornadas de protesta por su impacto sobre la negociación de paz. Frente a este llamado, la primera reacción es pensar que se trata de un mero truco para inmovilizar a las organizaciones sociales, buscar legitimidad en un momento crítico de la gestión gubernamental y encontrar aliados de ocasión. Muy posiblemente sea cierto. Y el reciente traspaso de Clara López de presidenta del Polo a ministra de Santos, lo confirma.

 

Pero no es un truco. Es un chantaje. Como anotamos arriba, Santos nunca ha dejado la carta de la recomposición del pacto entre la oligarquía comercial-financiera que él representa y la lumpen-oligarquía rural representada por Uribe. Porque desde muy temprano hizo las paces con las oligarquías agrarias más viejas, principalmente las de la Costa Atlántica, que lo acompañaron felices por la mermelada en su segunda elección. Lo que plantea el discurso de la unidad nacional con la izquierda a bordo, en realidad es un dilema: o me apoyan en la paz, o la paz será con la continuidad del paramilitarismo. Quién se gana los favores de Santos, pareciera ser el asunto.

 

Pero el problema es que ilegitimidad de Santos no deviene de que esté tramitando un diálogo de paz. Varias encuestas muestran que Santos tiene bastante menos prestigio que la paz negociada. Su ilegitimidad está asociada a su modelo económico y al incumplimiento de su palabra. La Minga Nacional que acabamos de realizar tuvo un gran simpatía de sectores medios de la sociedad y un trato benigno de la prensa burguesa, en buena medida porque consideran que efectivamente el gobierno es “faltón” y trata al movimiento popular como una molestia que debe aplacar y no como un actor con el que debe negociar la política pública.

 

Con movilización popular organizada o sin ella, Santos sigue su declive. Por profundizar el neoliberalismo. Y ahora porque la crisis del petróleo incluso le quita el margen de maniobra presupuestal que tenía para contener a redes clientelares chantajistas y para mantener un gasto público que dinamizara parcialmente la economía. Santos necesita despejar la profundización del modelo para mantener el apoyo a la paz de los gremios del capital (así se lo han hecho saber el Consejo Gremial Nacional y la Andi en declaraciones recientes).

 

Por paradójico que parezca, el margen de maniobra que necesita Santos para mantener las negociaciones de paz y cerrar el acuerdo con las FARC no lo dará la pasividad popular, pues ésta solo le da margen a los gremios del capital que tienen a Santos agarrado del cuello; en cambio, una sostenida lucha popular en todos los frentes sociales le mostrará a esas oligarquías que son ellos los que no tienen margen de maniobra, y que Santos no tiene otra opción que avanzar con las negociaciones de paz en una clave menos inmovilista que la mantenida hasta ahora. El apoyo que Santos necesita del establecimiento en la paz se logra presionando a ese establecimiento, no aflojándole la presión.

 

4. Estos tres enfoques de hecho constituyen una concepción compartida por todo el establecimiento favorable a terminar la guerra. La diferencia entre ellos es el énfasis entre esas versiones: la funcionalista, la cínica o la victimista. Su uso depende de la audiencia que tengan frente. Y es esa concepción la que debe superarse definitivamente si se piensa en la posible terminación del conflicto armado. No es posible una paz democrática que no acepte naturalmente la protesta.

 

El gobierno nacional y las oligarquías se deben acostumbrar a la negociación callejera y a la movilización popular. Habrá decenas de Mingas en los años que vienen. En lugar de acudir al mismo protocolo militarista, debieran simplemente asumir las demandas como una exigencia legítima. Incluso el Estado debe adecuarse institucionalmente a que la paz será con mucha movilización y pelea social, o no será; en otras palabras, como sugería un columnista, irse preparando para interlocutar con el movimiento popular y no solo con los lobistas corporativos; saber qué es Comosoc y sus matices con Marcha Patriótica, o las diferencias entre ONIC y el Congreso de los Pueblos, o qué cosa rara es el CNA y la Confluencia de Mujeres, o de dónde ha salido el PCN, y conocer qué hace posible y necesario que se hayan juntado en la Cumbre Agraria. Porque será con estos actores y actoras que tendrá que dialogar y negociar. Pero lo más importante, entender que estos liderazgos no vienen por pesitos, ni por ayudas, sino para construir políticas públicas; leer con seriedad el Pliego de la Cumbre y constatar que hay una propuesta de país. Y de paso, acostumbrarse a las muchedumbres, a la algarabía de cientos de personas que se sientan en los espacios de negociación y no se asustan ni se deslumbran con el título de ministros y viceministros, ni con el apelativo de doctor.

 

El país realmente existente no es un país de ciudadanos disciplinados y convencidos de las virtudes de la democracia liberal, que comparten la ilusión de que votar cada cuatro años es democracia. Eso ya deberían saberlo. No hay forma de que la sociedad real, sobre todo la sociedad popular, acepte como forma privilegiada de democracia las elecciones. La élite del país debe aceptar que hay otras formas de participación que no son las elecciones ni las formas liberales burguesas; la gente seguirá tomándose los espacios públicos, ocupándolos con diversas formas culturales.

 

Lo que debe removerse no es la protesta ni la movilización, sino la cultura de la estigmatización a toda disidencia, la política de contención social de policía y ejército, la militarización (naturalizada) de la protesta y de toda manifestación pública de la gente, el discurso que condena incluso lo que la ley permite. Esa es la única participación que satisface al movimiento popular. En eso consiste la idea de una participación decisoria en el proceso de paz que se adelanta en el país: participación es movilización social y política. La paz solo será con cambios. La paz solo será con contundentes luchas sociales.

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