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Después de la guerra

Por Juan Houghton

Publicado originalmente en: Fundación Rosa Luxemburg

Es muy probable que la guerra revolucionaria que han desarrollado diversas organizaciones insurgentes en Colombia llegue a su fin en el corto plazo, luego de casi 60 años; esa, por lo menos, es la decisión de las Fuerzas Armadas Revolucionaria de Colombia FARC y del Ejército de Liberación Nacional ELN, y de algún sector de las oligarquías, representado por Juan Manuel Santos. Las FARC han llegado a acuerdos casi definitivos con el gobierno y por varios canales han informado que lo que falta por resolverse tomará solo algunos meses, incluso semanas; de hecho, el 23 de junio de 2016, las FARC y el gobierno firmaron un acuerdo para el cese de fuegos y hostilidades definitivo, un procedimiento para la dejación de armas y un mecanismo de refrendación de los acuerdos, algunos de los puntos más complejos de acordar; tanto el presidente Santos como el comandante de las FARC, Timoleón Jiménez, coincidieron en que la firma de los acuerdos finales se concretarán en el corto plazo.

6 de julio de 2016

Por otra parte se ha anunciado una fase pública de diálogos del gobierno con el ELN, cuyo eje será la participación de la sociedad en la construcción de consensos o por lo menos en la producción de alternativas para que los actores armados lleguen a éstos; a la fecha de escribir este texto, esta fase pública estaba detenida por la exigencia del gobierno al ELN para que liberara a personas retenidas y manifestara formalmente el abandono de esta práctica, a lo que el ELN respondió que se trataba de un asunto por negociar y no un prerrequisito. Diversos sectores políticos consideran que a pesar de este impasse, la mesa de diálogos se instalará en el corto plazo. A pesar de ser un proceso con dificultades por la pretensión gubernamental de imponerle a esta organización los pactos a que ha llegado con las FARC y por el formato inédito de la negociación -que le reconoce al movimiento social popular el protagonismo y la competencia para construir pactos-, la voluntad de los actores armados permite imaginar un acuerdo para terminar el conflicto armado interno.

 

Todos los sectores de la izquierda colombiana -armada y no armada, socialdemócrata y socialista- se han manifestado a favor de la terminación de la fase de la guerra revolucionaria en el país. En realidad es una demanda de varias décadas; las FARC en reiteradas declaraciones han afirmado que desde sus orígenes propusieron una solución negociada al conflicto armado; el ELN -desde su figura emblemática, Camilo Torres- sostienen que el bloqueo oligárquico de las vías legales es la razón de su alzamiento armado y declaran que desde hace 25 años se encuentran dispuestos a un diálogo de paz; y casi todos los partidos legales de la izquierda desde hace por lo menos 30 años insisten en la solución política[1] y así lo han incluido en sus programas y plataformas de unidad. Como es de esperarse, los matices tienen que ver con la forma de terminar la guerra, y especialmente sobre los cambios institucionales y políticos necesarios para que la nueva fase sea sustentable; aunque algunos sectores que se inscriben en la izquierda sostienen que se trata de una guerra entre aparatos armados que no representan a la sociedad y por tanto la solución incumbe casi exclusivamente a éstos[2], la mayoría sostiene que se requieren transformaciones de orden institucional y en materia de garantías para la acción política de las izquierdas y del movimiento popular colombiano (los sectores de centro-izquierda ven suficiente una promesa de democratización, en tanto la izquierda socialista considera que deben verificarse cambios efectivos); la izquierda socialista ha planteado que los cambios incluyen transformaciones en la estructura socio-económica del país, catalogado como el tercero más desigual del continente, especialmente en la estructura de la propiedad de la tierra y el modelo económico basado en el despojo de los territorios.

 

De cualquier modo, la mayoría de la izquierda colombiana considera que debe terminarse la confrontación armada porque se reconoce que su continuidad está asociada -como causa o como acicate- al bloqueo estratégico de las transformaciones anticapitalistas, habida cuenta de que las oligarquías la han puesto a favor de su hegemonía. Más divididas están las opiniones sobre si el fin del conflicto permitirá que las fuerzas anticapitalistas  tengan posibilidades de lograr sus propósitos por las vías legales. Él propósito de este texto es dilucidar esta cuestión. Trataremos de mostrar que la terminación  del conflicto armado sí puede generar un escenario positivo para una nueva fase de la lucha popular, siempre que se acompañe de transformaciones políticas, institucionales y socio-económicas. 

 

Para ello, en este artículo abordaremos 3 elementos de la ecuación de la lucha popular en Colombia en el marco de estos diálogos de paz. ¿Seguirá el terrorismo de Estado siendo el signo distintivo del régimen político en Colombia?, ¿en qué escenario se desarrollará la lucha social una vez terminada la guerra revolucionaria?, ¿tras el fin de la guerra, queda abierto un camino posible para una superación socialista del capitalismo? Se trata de un análisis de las tendencias y, por tanto, las respuestas corresponden a hipótesis de trabajo.

 

1. El conflicto armado en Colombia ha sido propiciado por un bloqueo estructural a la acción política de la izquierda y el movimiento popular, para lo cual las oligarquías dominantes acudieron sistemáticamente al crimen político; en el curso de la guerra contrainsurgente esta estrategia se consolidó como terrorismo de Estado, ejecutado directamente por las fuerzas militares y de policía, y a través de estructuras paramilitares. Siendo este elemento consustancial al conflicto armado colombiano, su finalización debe implicar necesariamente varios cambios: superar la democracia restringida, abandonar la criminalización de lucha social, desmantelar los mecanismos violentos de contención de la protesta social, erradicar el uso de métodos paramilitares y depurar unas fuerzas militares antipopulares. Es evidente que la persistencia de un aparato militar anticomunista y antipopular es un obstáculo mayúsculo a una paz duradera, y sobre todo es una amenaza cierta a la vida de los ex combatientes de las guerrillas.

 

Las insurgencias y el movimiento popular están luchando para que el fin de la guerra revolucionaria se traduzca por lo menos en un nuevo escenario político favorable a la construcción de proyectos políticos alternativos populares, lo que incluye garantías para la acción política, la movilización y la protesta; en otras palabras, que la dejación de armas por las insurgencias implique también el cese del terrorismo de Estado como método principal de la acción de las oligarquías.

 

En buena medida lo anterior es una obviedad, si no fuera porque el gobierno ha elevado a nivel de axioma el que no discute con la insurgencia temas relacionados con las fuerzas militares. Esta postura tiene dos causas: en primer lugar el gobierno de Santos o, mejor, la oligarquía financiera y comercial que él representa, ha apostado por un pacto de último minuto con el latifundio armado y las mafias militares -que son los poderes detrás de las estructuras paramilitares- en vez de buscar su derrota, bajo el supuesto de que con algunas concesiones éstos aceptarán la solución negociada del conflicto; este supuesto no es gratuito: a mediados del primer mandato presidencial de Juan Manuel Santos (2010-2014) ya un sector del latifundio vinculado al paramilitarismo se había distanciado del liderazgo ideológico del expresidente Álvaro Uribe y apoyaba abiertamente al Partido de la U (el partido del presidente) a cambio de impunidad judicial y el control de buena parte del presupuesto nacional de infraestructura, y así se constató en su participación en las elecciones de 2014; sin embargo, el sector más reaccionario del latifundio que se expresa en el partido Centro Democrático y la mayoría del Partido Conservador siguen opuestos rabiosamente a una terminación dialogada del conflicto armado; es éste sector al que el gobierno sigue llamando a un pacto. En segundo lugar, el gobierno se rige por el temor y la incapacidad de disciplinar este aparato militar, que actúa como un golpe de Estado de hecho, camuflado en un fuero que les permite actuar sin  ningún control real de los poderes elegidos.

 

Razones aparte, el gobierno sabe que no hay fin estable de la guerra revolucionaria sin que el terrorismo de Estado sea superado, de manera que su objeción a discutirlo no hace sino complicar su propia estrategia; al revés, la falta de determinación del gobierno para resolver este jaque a su política de paz, ha exacerbado la agresividad de la extrema derecha más proclive a la continuidad de la guerra.

 

Precisamente por ello, un segundo escenario no imposible es que la transformación de las guerrillas en fuerzas políticas legales tenga lugar con la continuidad de ese aparato criminal del Estado, incrustado en el ejército y la policía; en tal caso, la lucha popular tendrá que darse con un aparato represivo que aumentará su soberbia e impunidad, y no aceptará nada diferente a la domesticación de las luchas sociales. Si ello ocurriera, estaríamos a las puertas de una nueva oleada de violencia política, y el proceso de paz significaría un fracaso histórico para los actores interesados.

 

Las últimas semanas del diálogo del gobierno y las FARC estuvieron concentradas en darle solución a este problema, concretado en el punto “Acuerdo sobre garantías de seguridad y lucha contra las organizaciones criminales”[3] (que incluye las garantías para la actuación política legal de las FARC, en quienes gravita la memoria de los 5.000 militantes de la Unión Patriótica que entre 1984 y 2000 fueron asesinados en medio de un proceso de diálogo). Los logros principales de las FARC en este aspecto -porque en este punto el gobierno debió ser siempre quien objetara- son esencialmente el llamado conjunto del gobierno y las FARC a un Pacto Político Nacional para que todos los actores claves se comprometan a excluir el uso de las armas en la política y a proscribir el paramilitarismo; la posible inclusión en la Constitución de la prohibición total de toda forma de promoción oficial o privada del paramilitarismo; y un conjunto amplio de mecanismos de persecución y contención al fenómeno paramilitar en la institucionalidad[4] (al que se nombra eufemísticamente como “organizaciones criminales que hayan sido denominadas como sucesoras del paramilitarismo”, o que insiste en llamar bandas criminales o grupos armados ilegales, para quitarle la connotación política); algunos de estos puntos hacen referencia a sancionar de manera penal o administrativa a los funcionarios que estén o hayan estado involucrados con estas estructuras criminales. También se prevé un Programa de seguridad y protección para las comunidades y organizaciones en el orden territorial, que incluye promotores de paz comunitarios para la resolución y prevención de conflictos. Previamente, el gobierno llevaba ya varios meses publicitando acciones armadas contra los grupos paramilitares, con lo que pretendía enviar un mensaje de que está decidido a neutralizar este factor de riesgo.

 

Ahora bien: es claro que el gobierno ha objetado incluir medidas que aborden de forma directa a las fuerzas armadas, sea en su composición, número o doctrina, sea en la necesidad de depurarla de sus elementos corruptos; en su discurso para celebrar este pacto con las FARC, el presidente no ahorró elogios para unas fuerzas armadas  vinculados a graves crímenes de lesa humanidad y severas violaciones de derechos humanos. Por su parte, las acciones recientes contra grupos paramilitares evidencian que hay una muy escasa intervención frente a las fuerzas armadas que dan cobijo a esas estructuras criminales, lo que indica más bien que se trata de una estrategia de propaganda.

 

El hecho de que la negociación o, mejor, la superación de este punto entre el gobierno y las guerrillas no haya podido hacerse de manera explícita, implica un escenario de negociaciones brumosas del gobierno Santos con las mafias militares, donde se potencia la influencia desembozada del gobierno de los Estados Unidos y se anula el escrutinio público. A pesar de que los acuerdos en esta materia logrados por las FARC no son inanes frente al terrorismo de Estado, y podrán ser usados por los sectores democráticos para presionar la transformación de las fuerzas militares, es claro que no son suficientes. Por eso las dos organizaciones insurgentes, conscientes de que su balance de fuerzas militar y político en la mesa de negociaciones es insuficiente para que el gobierno decida dominar y desmovilizar las fuerzas del terrorismo de Estado, tienen una gran expectativa de que se abra un escenario para resolver este problema crucial de las negociaciones: la movilización popular, que se requiere construir como fuerza decisiva para posibilitar y afianzar los acuerdos, pero sobre todo para hacerlos posibles después de éstos.

 

¿Cuál es el estado de ese campo popular en Colombia? ¿Tiene condiciones para lograr ese propósito crucial? A pesar de un evidente despertar de los últimos 6 años, la izquierda electoral no supera el 10% de los votos, incluso sumando partidos centristas; las tres principales plataformas de articulación político-social que dinamizan las grandes acciones de masas -Organización Nacional Indígena de Colombia ONIC, Marcha Patriótica y Congreso de los Pueblos- tienen su mayor influencia en los sectores rurales; y las organizaciones sindicales y urbanas tienen un dinamismo limitado[5]. El enfoque de las izquierdas y las organizaciones sociales es que tanto el despertar del movimiento social, como los acuerdos para terminar el conflicto armado, se transformen en un ascenso político y social del campo popular que incida en la remoción del terrorismo de Estado. A efectos de contar con fuerzas suficientes para superar de terrorismo de Estado, es claro que debemos ponernos el saco mientras lo vamos tejiendo.

 

Lo cierto es que la correlación de fuerzas no garantiza todavía que el fin del conflicto armado se dé aparejado con el fin del terrorismo de Estado. Incluso con definiciones radicales para desmontar este aparato criminal y neutralizar la protección que le brindan diversos sectores de las fuerzas militares, permanecerán como un factor de desestabilización una vez se haya firmado un acuerdo para terminar el conflicto armado y durante la implementación de los acuerdos a que se llegue.

 

Tendrá que haber una poderosa movilización popular para lograr ese cometido. Tal movilización, que requiere acompañarse con un proceso serio de unidad política del campo popular para tener posibilidades de éxito, debe darse durante las negociaciones -que terminan con las FARC y apenas inician con el ELN-, en la implementación de los acuerdos y en la etapa posterior. A ella posiblemente contribuirán otros actores menos comprometidos con lo popular pero que están interesados con el fin del conflicto armado; en buena medida el gobierno de los Estado Unidos terminará por intervenir en este asunto como lo hizo en la finalización del conflicto en Centroamérica, obviamente para salvaguardar sus intereses en la transición.

 

2. Aún así, el fin del terrorismo de Estado es solo una parte de la ecuación que estamos despejando. La otra es cómo queda planteado el conflicto social terminada la guerra revolucionaria. Se trata de un análisis difícil para la izquierda colombiana, es decir, para quienes nos hemos formado desde los años 60s del siglo pasado en un contexto bélico -político, simbólico, narrativo- y que encontramos dificultades para valorar con objetividad la eficacia de la estrategia armada, tanto por razones emocionales como de necesidad política. Esto se expresa sobre todo en la forma como evaluamos los posibles impactos que tenga la negociación en las condiciones de vida de las capas populares; tras décadas de lucha armada, es entendible que las insurgencias presenten sus logros en la mesa de diálogo como triunfos que no pudieran haberse obtenido de otra manera, corriendo el riesgo de fetichizar los acuerdos, y para quienes afirmamos que el fin de la guerra revolucionaria es un imperativo político, es altamente difícil reconocer que el escenario resultante no será tan halagüeño y al tiempo no sentir que nuestro argumento se debilita.

 

Veamos el escenario más posible, a partir de lo pre-acordado[6] en la mesa de diálogos entre gobierno y FARC, y en lo que pudiera presentarse con el ELN. La más obvia constatación es que la terminación del conflicto armado por vía negociada implica la continuidad del régimen neoliberal; no será en una mesa de diálogo, con el balance de fuerzas descrito, donde se le tuerza el cuello a la forma actual del capitalismo. Dicho en palabras más escuetas, el enemigo seguirá siendo el mismo. Eso no significa que la negociación le resulte gratis al capitalismo en Colombia, pero sí debemos aceptar que el costo que deberá pagar no es tan alto como quisiéramos desde la izquierda.

 

¿Dónde se presentarán cambios relevantes en el campo social y económico? De los pre-acuerdos de La Habana se identifican varios: En primer lugar, habrá una limitación importante al poder del latifundio armado por vía de la legalización masiva de predios al campesinado, la expropiación de algunos bienes al narcotráfico y el paramilitarismo, y el cierre de la frontera agrícola a través de las zonas de reserva campesina[7]; esto en el caso de que Santos no opte por un pacto pleno con ese latifundio e incumpla lo acordado. Un segundo campo de cambios relevantes pre-acordados son los relacionados con la participación y garantías para la protesta y la movilización social, entre los cuales destacan la posibilidad de reformar la ley de seguridad ciudadana -un verdadero esperpento de tinte fascista-, un posible cambio en la ley electoral y una ampliación de los mecanismos de planeación participativa; aunque muchas de los puntos están escritos en términos que obligarían a posteriores re-negociaciones para su implementación, y aparecen graves obstáculos como la reciente aprobación de un Código de Policía liberticidad, que ya fue denunciada por las propias FARC como contrario a los acuerdos, es posible esperar alguna apertura institucional o democrática -limitada a su vez, como vimos, por la forma como se resuelva el problema del terrorismo de Estado. En materia del narcotráfico los avances son nulos en términos de reducir el poder a las mafias del narcotráfico, en especial su influencia en la política, que solo podrían ser afectadas en el marco de la despenalización de la producción, comercio y consumo de drogas. Los pre-acuerdos incluyen programas de desarrollo territorial ambiciosos que podrán traducirse en mejoras en las condiciones de vida de las comunidades rurales; sin embargo estos no necesariamente implicarán mejoras en el balance del poder, pues pueden ser abonados como victorias de las insurgencias en la negociación o ser perfectamente funcionales a la legitimación del establecimiento.

 

En un contexto como ese, obviamente el latifundio no desaparecerá y en la medida que sea un poder electoral (en la actualidad casi el 30% de la votación nacional está vinculada a sus redes clientelistas) seguirá siendo determinante; por otra parte, el capital transnacional terminará de consolidar su presencia en el país; los partidos burgueses seguirán teniendo una ventaja abismal para las contiendas electorales; los medios de comunicación seguirán fungiendo como partidos políticos del capital global; el narcotráfico seguirá siendo el sustrato del capitalismo emergente; y las fuerzas militares -así sean reducidos su influencia política y poder económico- serán el partido político de la guerra.

 

Cambiar favorablemente ese posible escenario adverso es el otro nudo de la acción política para el campo popular en esta coyuntura, junto al del fin del terrorismo de Estado. Por el lado de las insurgencias, éstas han planteado dos formas diferentes para (intentar) modificar el saldo político resultante de los acuerdos de terminación de la confrontación. Las FARC acordaron con el gobierno dividir el proceso en una fase de “terminación del conflicto” (que incluye la firma de unos compromisos y la dejación de las armas) y otra, posterior, de “construcción de la paz” (que incluye implementación de acuerdos y cambios normativos) en la cual se buscaría avanzar en la solución de los determinantes objetivos del conflicto armado, y donde habría posibilidad de cambiar ese balance del conflicto social; como persiste el riesgo del incumplimiento del Estado en la fase implementación, esa organización insurgente insiste con razón en adoptar mecanismos de garantía, tales como un blindaje constitucional inmediato y la realización de una Asamblea Nacional Constituyente a mediano plazo[8]. El ELN considera que frente a un Estado que incumple sistemáticamente no tiene sentido dejar las armas ante las que consideran puras promesas en un documento, razón por la que insiste en el avance paralelo de la negociación para terminar el conflicto y de la negociación para construir la paz, esta última en el seno de la sociedad; considera esta organización que una participación social determinante en la definición de dichas transformaciones permitirían ir más allá de un desarme insurgente.

 

Por su parte, para garantizar un fin del conflicto favorable a lo popular, las grandes plataformas social-políticas y gremiales del país - Congreso de los Pueblos, Marcha Patriótica, ONIC, Central Unitaria de Trabajadores, Proceso de Comunidades Negras, Movimiento Ríos Vivos, entre otras- coinciden en la necesidad de una masiva y decisoria participación de la sociedad en el proceso de paz y en la urgencia de generar espacios de consolidación de poder local. La Marcha Patriótica enfatiza en lo que ha llamado Constituyentes por la Paz, que serían órganos o procesos organizativos encargados de una implementación exitosa de los acuerdos y preludio de una Asamblea Constituyente. En tanto, la ONIC, el CdP, el PCN, la CUT y otras, consideran que la participación para cambiar el balance de fuerzas debiera incluir todo el proceso de paz -negociación, implementación y seguimiento-, para lo cual impulsan una Mesa Social para la Paz, que debe ser un escenario de participación decisoria; esta iniciativa consiste en un escenario amplio y multiclasista de participación de la sociedad donde se acuerden las transformaciones necesarias que apuntalen la democracia y la paz -y de paso faciliten los acuerdos entre el gobierno y las insurgencias, especialmente el ELN-, de forma que pueda construir un consenso o pacto político mínimo como resultado de una negociación entre los actores sociales y políticos determinantes de la sociedad; esta última propuesta es entendida por diversos sectores como problemática, teniendo en cuenta que el proceso con las FARC ya se encuentra en un momento final y podría implicar abrir de nuevo negociaciones que se consideran cerradas, mientras el del ELN apenas empieza.

 

De cualquier modo, la agenda de negociación del gobierno y el ELN ha planteado un espacio inédito para la participación, al prever que la sociedad en su conjunto construye un consenso sobre la paz y genera propuestas o preacuerdos que son abordados por esa Mesa de diálogo; tales productos serían la base para acordar lo que han llamado “transformaciones necesarias para la paz”. Quienes proponen el formato de Mesa Social para la Paz han formulado diversas agendas temáticas[9] que abordarían el contenido de tales transformaciones; éstas incluyen dos tipos de cambios vinculados con el balance de fuerzas en el conflicto social: los relacionados con el ordenamiento territorial y la modificación de las circunscripciones electorales[10], lo cual mermaría en alguna medida la influencia de los poderes clientelistas regionales; y por otra parte los que apuntan a aumentar la capacidad de decisión de los entes territoriales y las comunidades locales en materia ambiental, vale decir, cambios dirigidos a restituir sus competencias para decidir sobre bienes naturales y proyectos y obras de alto impacto, con lo que se limitaría en algún modo la dinámica del modelo extractivista. En términos generales y reforzando lo pre-acordado en La Habana con las FARC, la negociación con el ELN puede abrir o crear más espacios de disputa por la dirección de la política económica del país y las regiones. (Lo anterior no obsta para reconocer que la capacidad decisoria de comunidades locales no es en sí misma una garantía de mejora en la lucha contra el capital, aunque sin duda contar con ella y con una nueva institucionalidad resulte favorable a la lucha popular. Pero esto sería objeto de otra reflexión).

 

Independiente de que se habilite tal espacio de participación decisoria de la sociedad, esos puntos de agenda sí son claves para que la terminación de la guerra revolucionaria no se traduzca en un derrota profunda del campo popular. A lo cual debemos agregar lo que arriba reseñamos sobre la necesidad de desmontar el terrorismo de Estado, que pasa por una transformación de las fuerzas militares, que incluya su depuración y reducción, el cambio de doctrina militar y la adopción de mecanismos que garanticen la transparencia en el manejo de los inmensos recursos que hoy controlan; así como la urgencia de modificar la política de seguridad y convivencia ciudadanas, marcada por la doctrina de la seguridad nacional. Esto último es esencial, teniendo en cuenta la insistencia del gobierno en que las fuerzas militares no serán objeto de negociación con la insurgencia; la posición del movimiento popular es que así haya razones para que el gobierno no quiera abordar estos temas con las insurgencias,  no hay ninguna razón para que no quiera discutirlos o negociarlos con la sociedad en su conjunto.

 

3. Llegados acá, debemos resolver una pregunta clave. Siendo que el escenario resultante de una negociación para terminar el conflicto armado no es del todo favorable al campo popular, ¿por qué insistir en la terminación de la guerra revolucionaria? El gobierno y las insurgencias tienen sus propias explicaciones sobre cómo se ha llegado a este escenario de diálogo para terminar el conflicto armado. El gobierno sostiene que la acción del ejército ha propinado golpes estratégicos a las insurgencias llevándolas a la marginalidad política y a la derrota militar, obligándolas al diálogo; las insurgencias consideran que el gobierno ha sido incapaz de aniquilarlas militarmente o anularlas como actores políticos, lo que presentan como una victoria que obliga al gobierno a buscar el diálogo.

 

Desde mi punto de vista, el balance de fuerzas actual muestra que no hay un escenario favorable para la continuidad de la guerra revolucionaria en el corto y mediano plazos, y resulta inviable política y éticamente proponer una guerra de larga duración a una sociedad que la ha debido soportar por medio siglo. La actual guerra revolucionaria no tiene perspectivas de victoria militar o insurreccional -en esto está de acuerdo incluso la propia insurgencia-, no representa hoy el mecanismo más adecuado de acumulación política u organizativa para el campo popular -aunque varios sectores sostienen por el contrario que en algunas regiones del país es el método más efectivo y posible-, y resulta solo parcialmente útil para resistir a un Estado criminal y a una arremetida del capital extractivista financiarizado -este es quizá el punto más debatible de mi argumento, dado que en algunas regiones la insurgencia es un mecanismo de contención al despojo minero-energético, pero justo el desaforado avance extractivista que se ha presentado los últimos años en medio de la guerra refuerza mi planteamiento.

 

El bloque oligárquico ha aprovechado con éxito la evidente fatiga de la sociedad frente a la degradación y empantanamiento del conflicto, para asociarlos con la izquierda revolucionaria y eludir su responsabilidad en el terrorismo de Estado; percepción que no se encuentra solo en capas dominantes, sino también en los sectores subalternos. Por otra parte, la lucha armada hoy no goza del prestigio que tuvo en otra etapa histórica en América Latina, lo cual es clave para evaluar su viabilidad. De tal modo, la continuidad de la guerra implicaría hoy una mayor distancia del movimiento popular con la izquierda -no solo la armada. En suma, el saldo positivo de la guerra revolucionaria hoy es evidentemente menor que el saldo negativo.

 

El capital ha afinado la guerra contrainsurgente para avanzar en su apuesta de despojo territorial y en cambio la guerra revolucionaria no se traduce en grandes acumulados populares. Eso no quiere decir que la guerra revolucionaria haya sido inocua en todo su desarrollo, como algunos pretenden mostrarla. Tanto la guerra de las FARC que nació como defensa ante la agresión a las autonomías campesinas que se fraguaban en los años 60s del siglo pasado, como la que explícitamente planteó el ELN para estimular un proceso insurreccional, tuvieron durante muchos años evidentes triunfos en la acumulación organizativa y la contención de los crímenes de Estado. Sin embargo el debate de la izquierda no puede centrarse en la justeza de haber adoptado esta estrategia en un momento dado de la lucha popular, sino en la eficacia política de mantenerla en este periodo histórico específico.

 

Aciertan las insurgencias colombianas al entender que no es correcto mantener una estrategia que se demuestra limitada o ineficaz para avanzar en la lucha popular. Cosa diferente es que el establecimiento, cegado por su alma de extrema derecha, no entienda que su terrorismo de Estado también se encuentra agotado y se ha convertido en un lastre insostenible, y prefiera cerrar las puertas a una negociación para terminar la guerra con los cambios políticos e institucionales que se necesitan. En tal caso, la persistencia del terrorismo de Estado en Colombia será determinante para que amplios sectores populares vean la lucha armada -así sea defensiva- como una alternativa política razonable, incluso inevitable.

 

4. Con la terminación negociada del conflicto o sin ella, lo que queda claro es que el agotamiento de la guerra revolucionaria como método de acumulación, resistencia o victoria popular obliga a pensar una alternativa política para realizar las transformaciones anticapitalistas. Los sectores del centro izquierda (aunque en Colombia se trata de una etiqueta difícil de adjudicar porque se encuentran inscritos en diferentes marcas electorales) le apuestan a un volcamiento  de los movimientos sociales populares hacia la participación institucional; consideran que los acuerdos del gobierno con las insurgencias abrirán un espacio inédito donde habrá opciones de gobernar y, desde el Estado, modificar relaciones sociales inicuas que no serán superadas por el fin de la guerra. En otros textos[11] he señalado que hay unos límites evidentes en la estrategia de incidencia en la institucionalidad, sea en la versión socialdemócrata (democratizar la democracia) o leninista (ruptura institucional o económica desde el Estado); los problemas de la gestión progresista o revolucionaria del Estado capitalista ha mostrado tales límites de forma contundente en países como Venezuela, Bolivia, Brasil o Ecuador.

 

Estos límites no corresponden solo a los problemas de gestión o de correlación de fuerzas interna en cada país, sino a un problema estructural de la democracia representativa, que con las transformaciones del capitalismo ha venido sufriendo un vaciamiento sistemático de su contenido, vinculado a la reducción sistemática de las soberanías de los Estados nacionales por efectos de la globalización económica y a la expansión de los bloques militares. El imperio de las corporaciones financieras así lo muestra en Europa; basta ver desapasionadamente lo ocurrido en Grecia con el gobierno de Syriza, impotente frente a los lobbys de acreedores financieros, para constatar que incluso las mayorías parlamentarias no permiten darle un vuelco a políticas totalmente injustas y desprestigiadas como las que impone la llamada troika; y la agresiva campaña de amenazas imperiales contra el gobierno bolivariano de Venezuela constata que los cambios revolucionarios deberán tener en cuenta algo más que la correlación de fuerzas doméstica. Y al interior de los países la nula competencia de las entidades territoriales -sobre todo los municipios y departamento o provincias- para decidir sobre los más elementales asuntos del bienestar comunitario -agua, ambiente, alimentación, orden público-  completan un cuadro negativo sobre la pertinencia de centrar la estrategia política únicamente en el mero acceso a la institucionalidad.

 

Por eso resulta clave que en los acuerdos para terminar el conflicto armado el movimiento popular colombiano insista en lograr el reordenamiento y la adopción de nuevas figuras territoriales, recuperar las competencias mineras y ambientales para los entes regionales y locales, conquistar la participación vinculante de la sociedad en los temas cruciales de sus vidas, y tener un control efectivo del orden público en sus territorios. Se trata de restituirle a la democracia liberal contenidos otrora consustanciales a ésta, y también, como veremos más adelante, de crear condiciones para que institucionalidades no estatales sean posibles y permitan acumular la fuerza constituyente de las comunidades, pueblos y organizaciones.

 

5. No obstante lo anterior, es natural que tras los acuerdos para la terminación del conflicto se produzca cierta euforia política reformista en la sociedad y se aumente el optimismo frente a las posibilidades democratizadoras de/en las instituciones (remozadas con base en el acuerdo o en trance de serlo). Las organizaciones insurgentes tienen el desafío de presentar ante sus bases y sectores sociales de influencia -en principio todo el movimiento popular- un balance sopesado de lo que logren en las negociaciones, para que una obvia necesidad de mostrar y celebrar los avances conquistados no oculte la dura realidad de una correlación de fuerzas que seguirá siendo negativa a pesar del fin del conflicto. Si no lo hacen podrían terminar sumados involuntariamente en una campaña de legitimación o fetichización de una democracia a todas luces limitada.

 

Ya en Colombia tuvimos un periodo parecido, tras la Asamblea Nacional Constituyente de 1990-1991, que propició la migración de sectores populares dirigidos por fuerzas revolucionarias hacia posiciones  reformistas de tinte socialdemócrata, muchas de las cuales terminaron en posiciones apenas progresistas y no pocas abiertamente en la derecha. La apertura democrática siempre será un contexto más favorable para las luchas populares que uno de terrorismo de Estado como el que hemos vivido en Colombia, pero trae aparejado el desafío de transformar el discurso y el método de la izquierda; se trata  de construir una propuesta anticapitalista hegemónica en un contexto donde el Estado y el mercado tienen disímiles mecanismos de inclusión económica, cooptación política y captura simbólica. 

 

Construir esa propuesta anticapitalista requiere de instrumentos organizativos de los que no dispone la izquierda colombiana en este momento. El principal partido de la izquierda, el Polo Democrático Alternativo -que agrupa a socialistas y socialdemócratas, e incluso liberales de izquierda, se encuentra en una aguda crisis desde hace más de 5 años[12], y su peso electoral se ha estancado; las otras dos marcas electorales de la izquierda -Unión Patriótica y Progresistas- no logran resultados relevantes. Pero la dificultad mayor de estas organizaciones es que no tienen una propuesta más allá de lo electoral; por ello es que estructuras socio-políticas[13] como Marcha Patriótica y el Congreso de los Pueblos han venido a llenar ese lugar, y asumieron la conducción de las luchas sociales, la expresión política efectiva del campo popular y el diseño de los caminos para superar el capitalismo (tanto en propuestas coyunturales como en horizonte estratégico). Es casi impensable que los partidos electorales hagan una transformación hacia propuestas anticapitalistas. El desafío de los partidos de base popular y democrática que opten por la lucha institucional será abrir desde allí los espacios y reconocimientos legales necesarios para que las experiencias de autonomía territorial no capitalistas puedan desenvolverse.

 

6. ¿Qué camino nos queda a la izquierda revolucionaria en Colombia si constatamos el agotamiento de la guerra revolucionaria y el vaciamiento de la democracia liberal? A pesar de que se trata de aproximaciones diferentes según cada organización social y política, el Proceso Constituyente Popular -así llamado por las organizaciones de la Cumbre Agraria- señala las pistas. Lo que sirve de común denominador de este proceso es la auto-organización de la sociedad popular para gobernar, su transformación en sujetos constituyentes y la reivindicación de una institucionalidad popular. A partir de allí, esas organizaciones pueden encontrar los mojones para construir una alternativa frente al riesgo de coptación del movimiento revolucionario y popular en un escenario post conflicto.

 

La construcción de poder popular o los ejercicios de poder constituyente se erigen así en una posibilidad de acumulación organizativa y política, y de resistencia al avance del capitalismo extractivista financiarizado (la forma material del neoliberalismo). Las experiencias de poder popular en Colombia son de todo orden, y no requieren una invención especulativa: los indígenas y los afros han avanzado en la constitución de gobiernos locales autónomos en más del 30% del territorio nacional; la apropiación y el rescate comunitario de competencias de la institucionalidad burguesa, como lo hacen las Juntas de Acción Comunal campesinas, que funcionan de hecho en muchas regiones como gobiernos comunitarios y cubren no menos de otro 40% de la extensión del país; los ejercicios de territorialidad propia (control, ordenamiento y planificación) que vienen impulsando las organizaciones agrarias; las experiencias crecientes urbanas y rurales de redes de intercambio y de empresas comunitarias. En suma, el movimiento revolucionario tiene en esas experiencias sociales una verdadera y permanente escuela de formación en auto-gobierno; corresponde proponerle o darle un sentido de superación anticapitalista de la realidad; si esto se logra, la izquierda anticapitalista contará con una forma de vinculación y construcción de relaciones sociales y económicas con el conjunto de la sociedad y dispondrá de un mecanismo efectivo para impedir el avance del capitalismo corporativo.

 

Con estos acumulados, por un largo periodo las clases populares podrían acumular múltiples ámbitos de poder para pasar a la ofensiva con posibilidades de una superación socialista del capitalismo. La acumulación territorial de poderes alternativos aparece como una opción inevitable. Este largo periodo de acumulación deberá desembocar periódicamente en desafíos autonómicos al capital y al Estado, y eventualmente en una situación material de doble poder. En tal contexto se presentarán levantamientos territoriales de diverso alcance para responder a los intentos estatales de reprimir estas experiencias, pero ya no serán para conquistar el poder, sino para defenderlo y consolidar su legitimidad. Las oligarquías escogerán si estas experiencias democráticas se consolidan con el respeto y reconocimiento legal, o si abre la compuerta a un nuevo ciclo de violencia política.

 

 

 

[1]      El Partido Socialista de los Trabajadores PST, de raíz trotskista, estando por la terminación del conflicto armado, considera que la solución no es la negociación con el gobierno -a la que consideran una política conciliadora- sino la declaración unilateral e indefinida de cese al fuego, la reserva armada para defenderse de la violencia oficial y la movilización para exigir garantías.

 

[2]      Es la posición del Movimiento Obrero Revolucionario Independiente MOIR, que hace parte del Polo Democrático Alternativo, y también del PST.

 

[3]      El nombre completo del punto es “Acuerdo sobre garantías de seguridad y lucha contra las organizaciones criminales responsables de homicidios y masacres o que atentan contra defensores/as de derechos humanos, movimientos sociales o movimientos políticos, incluyendo las organizaciones criminales que hayan sido denominadas como sucesoras del paramilitarismo y sus redes de apoyo, y la persecución de las conductas criminales que amenacen la implementación de los acuerdos y la construcción de la paz”.

 

[4]      Entre estas medidas, se encuentra una Comisión Nacional de Garantías de seguridad -con presencia estatal y del movimiento social- que hará seguimiento a la política pública para la persecución del paramilitarismo, donde se destaca la posibilidad de recomendar reformas para impedir que el Estado proteja esas estructuras, identificar patrones criminales, hacer control de las empresas de seguridad privada y diseñar el posible sometimiento a la justicia; una Unidad de Investigación en la Fiscalía y Policía judicial para perseguir penalmente y desmantelar el paramilitarismo y sus vínculos con el Estado; un Sistema de protección para el ejercicio de la política en cabeza de una instancia de alto nivel gubernamental y un conjunto de medidas para impedir que personas vinculadas con el paramilitarismo y la corrupción accedan a cargos públicos.

 

[5]      Esto a pesar de las luchas por el agua y por la defensa de lo público que se dan en algunas grandes ciudades del país, que avizoran una reactivación de programa y movilizaciones, pero aún no se configura como una dinámica determinante.

 

[6]      El acuerdo procedimental de las negociaciones se rigen por el principio de que “nada está acordado hasta que todo está acordado”, así que para efectos prácticos no avanzado en La Habana es puramente hipotético.

 

[7]      Las zonas de reserva campesina son una figura jurídica legal que protege a los campesinos del mercado de tierras capitalista (que en Colombia ha sido agresivo y no pocas veces criminal), limita el tamaño de la propiedad rural de forma que bloquea la expansión del latifundio y permite parcialmente un ordenamiento territorial y de uso del suelo por parte de las propias comunidades campesinas. 

 

[8]      El blindaje ya quedó pre-acordado en La Habana, a través de un procedimiento especial que elevaría a rango constitucional los compromisos adquiridos. Las FARC no abandonan la propuesta de la Asamblea Constituyente, que ciertamente ya no está en la mesa como un imperativo, pero en su lugar la mantiene como posible en un horizonte de mediado plazo.

 

[9]      Cfr. De Currea Lugo, Ed. (2015). Y sin embargo se mueve. Ediciones Antropos, Bogotá.

 

[10]    Las entidades territoriales en Colombia (municipios y departamentos) son divisiones politico-admnistrativas que no corresponden con las dinámicas socio-culturales y económicas de las comunidades, y en muchos casos fueron establecidos por intereses de élites latifundistas o empresariales (algunas minero-energéticas); la demanda de las organizaciones populares es que estas entidades se adecúen a las realidades sociales, lo que incluye cambiar la delimitación de algunos departamentos y municipios, el reconocimiento de territorios indígenas y afros y la incorporación de la figura de territorios campesinos; se trata de conformar entidades autónomas que le quiten la hegemonía política a las mafias electorales y clientelistas muy ligadas al paramilitarismo y el narcotráfico. Los impulsores de estas reformas esperan que al modificarse el orden territorial del país se cambiarán las circunscripciones electorales municipales y departamentales, abriendo posibilidades de éxitos electorales a movimientos alternativos, en la actualidad bloqueados.

 

[11]    Cfr. Houghton (2015) “Construir poder popular: el Congreso de los Pueblos”, En: ¿Cómo transformar? Instituciones y cambio social en América Latina y Europa. Fundación Rosa Luxemburg / Ediciones Abya Yala, y Houghton (2015), “Dos claves indígenas para la terminación de la guerra”, En: De Currea Lugo, Ed. (2015) Y sin embargo se mueve. Ediciones Antropos, Bogotá.

 

[12]    La crisis del PDA ha tenido varios momentos. Inició cuando sectores de centro-izquierda salieron por diferencias sobre el tratamiento dado por ese partido a situaciones de corrupción en el gobierno local de Bogotá; luego fue expulsado el Partido Comunista acusado de estar impulsando otra coalición política, lo que produjo la marginación de otros sectores socialistas; y posteriormente se agudizó la crisis por la decisión de un sector de apoyar la candidatura de Juan Manuel Santos frente a la del ultraderechista Óscar Iván Zuluaga amparados en la tesis de impedir el regreso del uribismo, la cual se profundizó con el paso de la presidenta del partido al ministerio del Trabajo del gobierno de Santos.

 

[13]    Con esta denominación nos referimos comúnmente en Colombia a estas dos confluencias de organizaciones sociales, agrupaciones civiles, partidos políticos, pueblos indígenas y afros, comunidades campesinas y barriales. Son ellas las que han venido expresando y dirigiendo las luchas sociales de masas; se diferencian de las figuras puramente gremiales en que no se limitan a la reivindicación de derechos sino que tienen propuestas de transformación antisistémica en el marco de construcción de nuevas institucionalidades, nuevos poderes locales.

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